viernes, 11 de noviembre de 2011

FERIA DEL LIBRO: SANTIAGO SUBASTA EL DERECHO A LA LECTURA

Un triste espectáculo desarrolla la capital durante estos días: la Feria Internacional del Libro de Santiago, que lejos de promover la lectura y convertirse en instrumento efectivo de políticas públicas a favor de la lectura, consagra el texto como producto de mercado, convierte a los autores en modelos de pasarela en la Estación Mapocho, reduce los títulos disponibles a la condición de vitrina y añade, además, una fuerte cortapisa al cobrar entrada al tradicional edificio que, en tanto centro cultural, había sido erigido en patrimonio nacional.

Cuando Pablo Neruda, hijo de obrero ferroviario, obtuvo el Premio Nobel de Literatura, Santiago entero fue una fiesta en la que fue repartido, gratuitamente entre los vecinos, un millón de ejemplares de Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada. Hoy, al contrario, no sólo no hay incentivo a la lectura, sino que ésta es explícitamente castigada, introduciendo un insólito impuesto al libro, que se convierte en vergüenza a nivel mundial y que es uno de los factores que incide con mayor fuerza en la marginal aproximación de los chilenos al libro, al punto que leemos nueve veces menos que un argentino. Otro elemento agravante es la total ausencia de industria editorial estatal y el resultado es que, por una parte, se encarece el proceso productivo del libro y, por otra, sólo se publica aquello que resulta rentable desde el punto de vista económico, no desde la perspectiva cultural.

En el pasado, Chile conoció las letras de Máximo Gorki o de Herman Hesse en tirajes de 70 mil ejemplares, a un precio simbólico o gratuitamente en las bibliotecas. Hoy, sin embargo, obras clásicas y contemporáneas quedan fuera del alcance ciudadano porque, además de la trasnacionalización del negocio editorial, los colegios han subordinado sus pautas de lectura al pacto contractual que hayan alcanzado con empresas distribuidoras. En la actualidad, en efecto, según datos de Naciones Unidas, la capacidad de comprensión de textos de un gerente general de una empresa chilena es inferior a la de un obrero alemán no especializado, entre otras cosas porque acá se busca impedir la existencia de sujetos críticos, capaces de transformar la realidad.

Las contradicciones generadas a partir de ese escenario son increíbles. Chile no tiene industria nacional del libro, pero se da el lujo de exportar papel. Los empresarios de las editoriales que nos visitan se jactan de haber diversificado el número de títulos disponibles en el mercado, pero lo que no dicen es que sólo el 10% de mayores ingresos puede acceder a ellos. Chile tiene miles de egresados de literatura, pedagogía en castellano y periodismo, pero la redacción que exhiben, en su lengua nativa, es paupérrima. La Biblioteca Nacional carece de material bibliográfico fundamental y el que figura está deteriorado. Los dueños de la Feria Internacional del Libro de Santiago están subastando el derecho a la lectura y para ello cuentan con respaldo gubernamental. No hay humildes pobladores en su mall de best-sellers, pero en la inauguración de ese evento comercial en la Estación Mapocho se hicieron presentes los dirigentes estudiantiles para, al menos, aguarles la fiesta y recordar que el acceso a la lectura no es un problema de consumo, sino de desarrollo del país y de justicia social. Los santiaguinos podemos y debemos exigir políticas públicas de promoción de la lectura, porque el aprender es base de la libertad y ésta, como indica la palabra, es la facultad de deliberación, es decir, lo que nos convierte en ciudadanos.

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