Un domingo de cada año las ciudades del país amanecen con su mejor
sonrisa de frac para sacar brillo a edificaciones y maquinarias que la rutina
había obviado durante 364 jornadas. Palacios, museos, paseos o trenes
centenarios participan en este desfile por un baúl del que los disfraces de
época asoman a plena luz del sol.
Mientras más viejo sea el objeto de culto, la reverencia parece más
estridente. Pero la fiesta es efímera, porque los palacios y trenes no eran del
pueblo, sino de unos señores dispuestos a brindarle circo al pueblo. Así que,
de patrimonio, nada. Y eso ya es una pista: nuestro verdadero patrimonio es la
ausencia patrimonial, la carencia que afecta a las grandes mayorías. La
pobreza, en efecto, suma muchos más años acompañándonos que todos los trastos
lucidos en el marco del Día del Patrimonio.
Claro está, ese domingo de cada año la miseria es escondida tras cintas
tricolores y un aroma que no es de colonia, sino de colonialismo. La pobreza es
el único patrimonio de esta humanidad que se vanagloria de haber llegado al
siglo XXI corriendo tras los talones de las grandes potencias, que lo son
gracias a que países como éste firmaron con ellas tratados de renuncia
patrimonial. Pero aquí la pobreza lleva tanto trecho andado que ni esas
esculturas renacentistas que apaciguan la mirada azulosa de los ricos pueden
competir con ella, tan incorporada al paisaje, que la geografía parece haber
dispuesto hacia dónde exactamente seguir exacerbando la marginalidad.
Si el ritual de la desigualdad es tan antiguo, ¿para qué pretenden
imprimir al Día del Patrimonio esos aires de intelectualidad característicos de
los ejercicios de cosificación de la cultura? Respuesta: para dar algún
ornamento a lo impresentable. Las universidades, surgidas en el mundo para
salir al paso del secretismo monacal y hacerse cargo de pensar críticamente la
marcha de la sociedad, han traicionado su sentido fundacional, convirtiéndose
en obedientes apéndices superestructurales de intereses que no son los de la
ciudadanía. ¿Acaso las vicerrectorías de investigación del país tienen al
centro de su cometido el propósito de identificar las causas de la pobreza? ¿O
el plan estratégico corporativo de las rectorías tiene por finalidad brindar
calidad de vida a la clase trabajadora? ¿La división del campus en facultades
busca contribuir al diseño de políticas públicas que propicien la igualdad
social?
No, definitivamente. Hoy las universidades no reflexionan sobre el curso
de los hechos para introducir cambios; practican la compraventa de títulos
profesionales, cartones que jamás necesitaron Platón o Heródoto. Hoy las
universidades no se preocupan de los derechos del quintil de menor ingreso de
la sociedad… ¿para qué, si lo han excluido a priori de sus programas, a través
del cobro de aranceles millonarios? Hoy las universidades no se cuestionan,
como sí hicieron Giordano Bruno y Galileo Galilei, la institucionalidad
vigente, porque ahora son la Constitución y las leyes las que promueven la
categoría de negocio para la educación. ¿Día del Patrimonio? Restituyamos
primero la universalidad de la enseñanza; socialicemos, pues, el conocimiento;
y cuando aprendamos cuán grande es lo que tenemos que recuperar, a la élite no
le quedarán ganas de celebrar.