Mientras la clase política chilena se vanagloria de haber consensuado el
término de la tristemente célebre Ley Reservada del Cobre, con la que la
dictadura aseguró a las Fuerzas Armadas los fondos proporcionalmente más altos
que ha conocido el gasto en Defensa en América Latina, nadie se toma la
molestia en explicarle a la ciudadanía que el pacto que ahora permite dicha
derogación contiene una letra chica bastante grande. Por una parte, la oscura norma
se cambia por otra insólita, en virtud de la cual la agenda bélica local
garantizará para sí por, cuatro años, un presupuesto exento de discusión parlamentaria, privilegio que, claro está,
los congresistas no aprobarían para Educación y Salud, por ejemplo. Por otro
lado, la reforma asegura un piso de fondos a las instituciones castrenses: el
promedio de lo obtenido en los últimos diez años de venta cuprífera. En efecto,
si los voceros civiles de los militares han aceptado con tanto entusiasmo esta vez
la propuesta del ministro y ex vocero pinochetista del Plebiscito de 1988,
Andrés Allamand, es porque el mínimo monto que el nuevo cálculo les provee es
mucho más alto que lo que la ya desahuciada ley les permitía soñar. En efecto,
la situación económica mundial ha hecho caer durante el último trimestre en 38%
la producción de cobre, hecho que, además de objetivo, aparece asociado a la
vertiginosa baja de 14% en el precio internacional del metal rojo, entre enero
y marzo, y un retroceso de al menos 10% en las leyes de los minerales.
Se trata del más profundo y
multimillonario salvavidas a las armas, que aprovecha el amplísimo descrédito
de la norma previa para impedir en Defensa recortes presupuestarios que, en
caso de ser invocada por La
Moneda una “crisis económica”, sí operarían en Educación y
Salud, como ya lo hizo en 1998 el entonces Presidente Eduardo Frei. La paradoja
mayor, sin embargo, es que este acuerdo hecho en nombre de una derogación
largamente esperada tiene su amarre a pocos días de que se dé a conocer un
informe que el propio Ministerio de Bienestar Social teme: el resultado de la
última Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN), que mostrará la
consolidación estructural de la pobreza en un país en el que la situación de
calle suma ya 12 mil personas. “El precio de los alimentos ha subido mucho
y, por lo tanto, la línea de pobreza se corrió hacia arriba”, aseguró el propio
titular de la cartera, Joaquín Lavín, en un penoso intento por explicar las
cifras que saldrán a la luz pública durante este mismo mes. Entonces, en vez de
subir el piso del presupuesto militar, ¿por qué no bajamos, mejor, el techo del
alza de IPC de los productos de primera necesidad? ¿Por qué, así como se
traspasa al gasto en defensa el cálculo de los mejores precios del cobre, no se
transfiere a quienes pagan el costo social del sistema la proporción respectiva
de las mejores utilidades obtenidas por las empresas? Se asegura el
financiamiento para el brillante porvenir de no sabemos qué guerra, pero la
ministra del Trabajo, Evelyn Matthei, ha propuesto un plan de emergencia que,
en nombre de la crisis internacional, plantea bajar el sueldo a los
trabajadores. ¿Por qué ese doble estándar si, con fecha 15 de junio, la CEPAL acaba de evacuar su
informe macroeconómico mensual, estableciendo para Chile un crecimiento 24,4%
más alto que el promedio estimado para América Latina? La respuesta es que, al
igual que en dictadura, las Fuerzas Armadas siguen imponiendo sus privilegios,
con la diferencia de que ahora esas mismas granjerías son defendidas, en nombre
de los uniformados, por civiles. ¿Derogar la ley? Sí, por supuesto. Pero con
indicaciones profundas al nuevo cuerpo legal, o habremos pasado, sencillamente,
de la Ley Reservada
del Cobre a la Ley Reservada
a los Pobres.
David Hevia
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